Es bueno apelar al sentido común para cuestionar nocivos mitos, muy arraigados en nuestro moderno sistema cultural, pero que a causa de sus falencias, son un obstáculo a la hora de resolver problemas. Uno de ellos asevera que las dificultades circulatorias son consecuencia del consumo de sal y grasas. Si esto fuese una verdad absoluta, aquellos pacientes que hacen dietas carentes de dichos elementos, deberían recuperar rápidamente la salud y abandonar la ingesta de medicaciones. Sin embargo, y pese a la privación dietaria, los fármacos se hacen “de por vida”, los síntomas se multiplican y la calidad de vida se degrada.
Entonces, ¿no es lícito pensar en un error de concepto? Más que eliminar, ¿no habría que hablar de calidad de sal y grasa que ingerimos? ¿Y no habrá acaso otra causa más profunda del problema? Estas preguntas nos llevan a profundizar en otro falso concepto: ¿qué es la hipertensión? La visión culturalmente dominante nos indica que, a causa de una “deficiencia” -casi siempre atribuida a los genes, el estrés o a la edad- el corazón bombea en exceso, agitando el fantasma del infarto y la arteriosclerosis. Ahora bien, ¿por qué “traviesa” razón, nuestra bomba sanguínea se empeña en trabajar en exceso para incrementar la fuerza de empuje sobre la sangre? ¿Será que el corazón obtiene algún beneficio por este desgaste de energía? Resulta obvio que no, y conociendo los delicados mecanismos que rigen nuestro funcionamiento orgánico (homeostasis ó tendencia al equilibrio), ¿no será que nosotros mismos estamos obligando al corazón a bombear con más fuerza de la necesaria?
Aunque no somos partidarios de considerar al organismo como una máquina, hagamos por un momento una analogía entre el sistema circulatorio y un mecanismo hidráulico. Resulta obvio que en un circuito estable y sin pérdidas de fluido, las razones para tener que incrementar la presión de una bomba es una sola: el aumento de la viscosidad del fluido. A mayor viscosidad del líquido, mayor necesidad de empuje para mantener la eficiencia funcional del circuito. Este sencillo razonamiento nos conduce directamente a focalizarnos en la “viscosidad” de la sangre, el fluido de nuestro aparto circulatorio.
Los desechos que vamos incorporando diariamente a nuestro cuerpo a través de una alimentación de mala calidad, en la cual la sal y las grasas son solo una parte, superan con creces la capacidad natural de eliminación de los emuntorios. Estos órganos especializados en la limpieza corporal (hígado, riñones, intestinos, pulmones, piel, sistema linfático) se ven desbordados en la tarea cotidiana, al ser más lo que entra que lo que sale. La sangre, sobrecargada de elementos tóxicos, se hace cada vez más espesa y viscosa, disminuyendo la velocidad de circulación. Los desechos comienzan a depositarse en las paredes de los vasos sanguíneos, los cuales ven gradualmente reducida su sección y esto dificulta la irrigación.
Aquí vamos encontrando la punta del ovillo y entendiendo las razones por las cuales el corazón hace lo que hace. Podemos intuir claramente cuál es la causa profunda de la hipertensión: la sangre sucia y los capilares obstruidos obligan al corazón a bombear con mayor presión a fin de mantener la imprescindible capacidad de irrigación. Sin embargo y frente a una lógica tan sencilla, tratamos de “idiota” a nuestro corazón; ingerimos medicación hipotensora (para reducir la presión) en lugar de limpiar y fluidificar la sangre.
Si actuásemos con sentido común, no solo nos ahorraríamos los fármacos (con el costo y los efectos secundarios inherentes), sino también el terrible gasto extra de energía que significa para nuestro organismo el cotidiano esfuerzo de elevar la presión sanguínea. Esto también nos permite comprender porqué tanta “fatiga crónica” y tanta falta de energía: estamos malgastando nuestro caudal energético por no atender las necesidades depurativas. Dado que la cuestión depurativa es todo un tema en sí mismo, recomendamos profundizar en todas las técnicas caseras para generar la necesaria limpieza del organismo (se puede solicitar vía mail).
Por cierto que la pésima calidad de sal y grasas que consumimos, ponen su granito de arena en el espesamiento de la sangre. Pero eliminar por completo estos nutrientes es un absurdo total. No se puede concebir el correcto funcionamiento orgánico sin diarias dosis de sal y grasas. El tema es sólo calidad y cantidad, ¡¡¡pero nunca abstinencia!!!
Como dijo el experto en oligoelementos Henry Schroeder: “La sal es la base y el sostén de la vida. La vida comenzó en la salinidad y no se puede librar de ella”. Así como en materia de grasas dependemos del aporte alimentario de ciertos ácidos grasos esenciales, en materia de sal dependemos de ciertos microminerales (oligoelementos) que también son esenciales en pequeñísimas dosis y que forman parte del plasma marino. Y la sal no es más que el residuo sólido de dicho plasma, tras la evaporación del agua. De allí la importancia que las antiguas civilizaciones asignaban a la sal.
Extraído del libro “